"Sólo me interesa la gente que está loca: loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, que nunca bosteza sino que arde." (Jack Kerouac)
Nunca imaginé que una picadura pudiera doler tanto. Al principio pasas por una fase de incredulidad, ¿cómo es posible que una
parte tan pequeña como el dedito del pie pueda causar tan terribles dolores?,
luego vomitas, tiemblas, crees que te desvaneces mientras el cuerpo se cubre de
una fría capa de pegajoso sudor, y solo puedes pensar, por favor, que me lo
arranquen.
Fue un escorpión, y sucedió durante un idílico paseo por la
playa después de cenar, o por lo menos eso es lo que me dijo la gente cuando
vieron mi cara desencajada y un puntito sangrante morado entre los dedos de los
pies. Un maldito escorpión filipino.
Estamos en Port Barton, un minúsculo pueblo paradisíaco al
que se llega tras conducir entre tres y cuatro horas por una serpenteante pista
de tierra. Como es de suponer, aquí no hay atención médica ni nada parecido.
Pero en esta ocasión la suerte está de nuestro lado. Se suceden unos minutos de
caos y confusión en la playa, mientras unas mujeres me aplican un torniquete en
la pierna con una toalla y una suerte de mejunjes pastosos en el pie, un chaval
de no más de doce años me sube en su motoreta y me dice “clinic Ma’am”. Allá vamos, no tengo elección, me fío del
crío.
Pues resulta que sí, hay un consultorio de enfermería,
normalmente sólo abre hasta las cinco, pero por alguna bendita razón, esa noche
estaba abierto. En este minúsculo cubículo que hace las veces de salita,
comedor y clínica hay una enfermera y otra chica, me sientan en una silla y en
un inglés bastante chapucero me hacen entender que sí ha sido un escorpión y
que en principio no me voy a morir, pero me va a doler una barbaridad.
Yo me retuerzo y lloro a lagrimones, pido a gritos algo para
el dolor, sólo hay paracetamol y algo de anestesia local. El pobre Jordi
aguanta estoicamente mis pellizcos y mordidas. Mientras, la enfermera intenta,
sin éxito, pincharme cortisona intravenosa. No sé si es porque ella está
incluso más nerviosa que yo o porque estoy sudando como un auténtico cerdo,
pero vamos, que yo tengo unas venas espléndidas y al tercer intento se rinde y
decide directamente enchufármela intramuscular.
El dolor no hace más que aumentar, engullo con avidez el
paracetamol pero al instante lo vomito. En esas vuelve a aparecer en escena el
chiquillo de la motoreta, me aferra con fuerza sobrehumana el pie mientras la
enfermera tiene a bien infiltrarme la picadura con anestesia local. Bendita y
maravillosa anestesia local. La vida se vuelve de color de rosa en menos de un
segundo, que sensación tan maravillosa. Efectivamente, me explica que en
Filipinas no existen escorpiones venenosos, pero que duelen como un demonio. Por
fin, respiro aliviada. Qué mal trago!.
Tras el numerito inicial paso a la sala de “observación”, un
cuarto con un par de camas cubiertas con llamativas colchas no precisamente
limpias donde van cayendo con una rítmica cadencia escarabajos desde el techo.
Comparto habitación con una decena de dragones devoradores de mosquitos y con
una rana que se pasea parsimoniosamente por la sala.
Por primera vez desde el inicio de los acontecimientos, ya
menos dolorida y sin temer por mi integridad, contemplo mi alrededor, miro a
Jordi y ninguno de los dos podemos reprimir un ataque de risa. Menudo
historión.
Además, esta
aventura me sirve para introducir el post, haciendo un símil bastante acertado
con el sistema sanitario en Filipinas: humilde y escaso, pero con una enorme voluntad y una buena dosis de humor.
Porque humor es
lo que nos les falta a los filipinos, siempre se están riendo. Y es que
Filipinas no es un país, es una amalgama de más de siete mil islas, donde se
hablan al menos 170 lenguas diferentes. Colonizados durante tres siglos por los
españoles y posteriormente por los Estados Unidos; azotados por tifones,
huracanes y tornados cada dos por tres, en una fase de desarrollo rápido y
atropellado, totalmente desequilibrado y
desigual.... Con semejante panorama no me extraña que se tomen las cosas con
calma, resignación y cachondeo.
Y es imposible no
contagiarse de tal ambiente cuando además los filipinos hablan su
complicadísimo e incomprensible idioma en el que se intercalan palabras de origen
castellano. Así pues, durante los días de evaluaciones, aprendo que resfriado
en filipino se dice “trancaso”, niño mocoso “sifón”, fiebre “calentura”, callejuela
lo traducen como “esquinita”... Y muchas otras perlas que van soltando entre
construcciones y palabras incomprensibles.
Filipinas es el
país del mundo con mayor incidencia de labio leporino. Cuando preguntas por las
razones cada cual te contesta una respuesta diferente, todas igual de válidas o
de inconsistentes, dependiendo del punto de vista.
Los fertilizantes
con los que se trata el arroz, la elevadísima natalidad carente de control
gestacional, deficiencias nutricionales, las relaciones entre dos personas
ambas portadoras de malformaciones faciales...
No estoy segura
de cuál es la razón más cierta, lo que que es evidente es que hay una
barbaridad de niños con labio leporino. Nunca había visto tantos y tan
complejos. Será una misión intensa.
Finalmente los
días de cirugía se transcurren tranquilos sin ningún incidente, tanto es así
que si se añadieran unas copas, el quirófano parecería un guateque.
La cuestión es
que el hospital sólo nos cede dos quirófanos más bien tirando a pequeños, en
los cuales tenemos que meter cinco mesas quirúrgicas, y así queda, tres en una
sala y dos en otra.
Soy del equipo
afortunado, me toca en la sala de tres. Si nos ponemos a sumar: tres
anestesistas, tres cirujanos, tres instrumentistas, dos circulantes y varios
espontáneos, la suma es un montón de gente apiñada en un mini quirófano
atiborrado de material, instrumental y cables por todas partes, donde para
moverse de un lado a otro tienes que saltar, reptar, esquivar obstáculos y
escurrirte entre los bultos. Una mezcla entre ratonera y pista de aplicación
del ejército.
Si a todo esto le
añadimos que en la misma sala se junta gente de al menos seis nacionalidades diferentes intentando
entenderse, buena música de ambiente, risas y voces y el atronador ruido de
fondo de tres aspiradores funcionando a la vez, es lo menos parecido a los
tranquilos y apacibles quirófanos donde acostumbramos a trabajar en casa. Se
aproxima más a una jaula de grillos.
Y ahí está parte
del encanto, en el barullo, en tener al compañero tan a mano que alargas el
brazo y allí lo tienes, ayudarte hasta en las tonterías más sencillas, contagiarte
de la incansable risa de los filipinos, y todo esto sin dejar de hacer las
cosas como toca.
Nicole y Niño
("Niño" es el nombre de este niño)
Equipo de anestesia y pediatría
Masajistas voluntarias que hacen el día mas llevadero
Y terminamos la
misión de la mejor manera posible, con una borrachera épica, de garito en
garito devorando la noche filipina. Es curioso cómo llegas a dominar otros
idiomas con dos copas de más, parece que todos fuéramos políglotas. Quizá si
una cámara lo grabara todo desde fuera, la mayor parte de las conversaciones
parecerían diálogos entre besugos, pero en ese momento se crea una conexión que
deriva en una verborrea sin fin, vamos que si uno se pone domina hasta el ruso,
oye.
Al día siguiente cogemos
el avión hasta Manila, luchando contra la resaca y maldiciendo los dos últimos
chupitos de la noche. Allí me encontraré con Jordi, que viene de estar con otro
de los equipos en una isla diferente, y desde la capital emprenderemos un
viajecito, con la intención de descubrir otro rincón de este arrecife sin fin.
Pocos días
después, mientras recorremos pueblos pesqueros e idílicas playas, sufrimos el
percance del escorpión, con el que empieza esta historia. Después del susto, el
dolor y el picor, el viaje sigue, regalándonos paisajes de ensueño y nuevas experiencias
para explicar, haciendo crecer cada día más la sed insaciable de nuevos
destinos y aventuras.