lunes, 5 de enero de 2015

El Pueblo de los Olvidados

"Lo que embellece el desierto es que en alguna parte esconde un pozo de agua." (Antoine de Saint-Exupéry)

Sáhara significa desierto. Cuando te levantas la primera mañana, aun con los ojos pegados del sueño y agotada por el largo viaje del día anterior, abres la puerta, miras a tu alrededor y eso es todo lo que ves. Desierto.

Mi amiga Tina es uróloga y trabaja en Mallorca. El año pasado fue a los campamentos de refugiados saharauis con la comisión de urología de Baleares, y este año vuelve. Ella fue quien me llamó para decirme que les faltaba un anestesista, a ver si quería apuntarme con ellos. La ocasión era perfecta, las fechas cuadraban, el lugar atractivo, y además compartirlo con la mejor compañía, mi amiga del alma. ¿Qué más se podía pedir?

Salimos un sábado por la tarde de Barcelona, avión a Argel, y de allí a Tindouf. Cuando llegamos nos estaba esperando la escolta, dos coches de militares argelinos que nos acompañarán  hasta la “frontera” con la RASD, territorio bajo la influencia del Frente Polisario. Allí cambiamos la escolta argelina por la saharaui, que será la que venga con nosotros hasta Bol.la, lugar donde residiremos durante todo el proyecto.

La RASD (República Árabe Saharaui Democrática) es una nación sin estado. Fue provincia española hasta 1976, cuando tras el proyecto de descolonialización africana, España se retiró del juego y el territorio se anexó a Marruecos y Mauritania. Pronto Mauritania renunció a  sus territorios, y quedó ocupada únicamente por Marruecos.
Hubo guerra, los saharauis lucharon por su tierra y su identidad y finalmente fueron expulsados de su territorio, asentándose en campamentos de refugiados en Tindouf, Argelia. Allí es donde vamos.

Uno de los campamentos 

La casa donde nos quedamos es grande y acogedora, un salón, cocina, baños y varias habitaciones con camitas. La decoración se reduce a puzzles enmarcados y rosas del desierto por todas partes. También cuelgan algunas fotos en el corcho de la cocina, y recetas escritas a mano en la pared.
La mujer de la casa es Rossana. La increíble Rossana. Nunca había conocido a nadie como ella, cada minuto que pasamos hablando, cada etapa de su vida me fascina. Rossana está dedicada en cuerpo y alma a los niños saharauis con discapacidad. No le gusta Italia, sólo vuelve para renovar su visado. Se ha convertido en mujer del desierto, allí se siente bien, se siente útil. En el desierto la necesitan como el agua.

El primer día siempre es un poco confuso. El viaje me dejó agotada, no estoy familiarizada con el lugar ni con la gente, pero poco a poco parece que las cosas empiezan a rodar. Es lunes y hasta el jueves no contamos con empezar las intervenciones, dedicamos estos días a deshacer cajas, preparar el material, organizar quirófanos y comprobar que todo el equipamiento funcione como toca. Aquí pocas cosas se pueden dejar al azar, es importante que todo (o casi todo) esté previsto.

El hospital y al fondo la casa de Rossana

El hospital visto desde detrás


La puerta del hospital desde dentro

El hospital queda a unos 200 metros de la casa, así que podemos ir y venir caminando. Las instalaciones no están mal, habitaciones básicas, sala de pre y postoperatorio y dos quirófanos prácticamente vacíos. Toca llenarlos, después de pasar un buen rato limpiándolos, claro.  Cada vez que hay un poco de viento la arena se filtra por no sé qué recovecos, con lo que nos encontramos con pequeñas dunas dentro de las salas. Paso toda una mañana sacando arena y porquería del respirador, parece increíble la cantidad de huequecitos que tienen estos aparatos.
Mientras parte del equipo nos dedicamos a la puesta a punto, los urólogos y los ginecólogos visitan y seleccionan los casos, organizan y confeccionan la programación quirúrgica que llevaremos a cabo durante seis días consecutivos.
Parecía que no pero el trabajo cunde, y al finalizar el tercer día, todo tiene otro aspecto, los quirófanos son quirófanos de verdad, llenos de material, limpios y ordenados, dispuestos para el ataque. La programación está hecha, y nosotros preparados y con ganas.

Esperando fuera

Pacientes esperando a ser visitados



Cajas y más cajas

Bayeta en mano limpiando el respirador

Por fin llega el primer día quirúrgico, los primeros pacientes esperan en la sala preoperatoria recién duchados y vestidos con camisón de hospital. La imagen es discordante y peculiar. Ellos son hombres del desierto, orgullosos, curtidos, los pies de cuero, la mirada penetrante y expresiva a través de la tintura de khol, normalmente ataviados con chilabas o largas túnicas, la tez color aceituna. Llegamos nosotros, cooperantes europeos y les hacemos vestirse con un camisoncito de lunares abierto por detrás. Roza la blasfemia.
Dejando de  lado el particular punto estético, empezamos finalmente a hacer lo que sabemos. Trabajamos a dos quirófanos simultáneos. La mayoría de los pacientes son varones a quienes se les realiza resección prostática endoscópica, también se hará cirugía laparoscópica y algún caso de gine.  

En el preoperatorio haciendo un electro a un paciente

Los saharauis no beben. En el desierto el agua escasea así que se limitan a tomar té varias veces al día. Si a esto le añades el ayuno preoperatorio el resultado es que los pacientes llegan a quirófano bastante deshidratados. Cuando les colocas un suero se produce un efecto interesante, da la sensación de que se hinchan, la piel se les pone turgente, a mi me hace pensar en esas toallitas que te traen en los restaurantes japoneses, que son duras y pequeñitas y cuando las mojas crecen y se convierten en toalla.

Pasamos calor en quirófano, y cuando al borde de la asfixia enchufamos el climatizador, el ruido es tal que parece que hubiéramos metido un motor de avioneta. Así, entre gritos y sofocos, paciente tras paciente llegamos al final del día.
El sol ya ha caído, desandamos el camino a casa bajo el negro manto estrellado del desierto. Rossana nos espera con la mesa puesta y la cena preparada

Trabajo de quirófano

Cirugía endoscópica



Aquí todo sucede de forma peculiar, a veces nuestra mentalidad occidental necesita hacer esfuerzos y refrescarse un poco, respirar y asumir que nuestra forma de hacer las cosas es diferente. El segundo o tercer día de quirófano tenemos un paciente que sangra, un poco, no mucho, pero lo suficiente como para quedarse bastante hecho polvo, y teniendo en cuenta que el señor en cuestión es mayor y no llega a pesar sesenta kilos, yo me empeño en transfundirle sangre.
¿Qué harías en casa? Pues girarte y pedirlo a la enfermera, y en veinte minutos tendrías tu bolsita de sangre del mismo grupo, comprobada y procesada para el paciente. Bueno, pero estamos en mitad del desierto, el procedimiento tiene su miga.
Me dejan un teléfono argelino para que llame al “transfundidor”, y la conversación adquiere un toque de chiste de Gila, en plan: - ¿Está el transfundidor? Que se ponga. Hablo con el susodicho, que media hora después llega conduciendo un camioncito al hospital, trae con él una nevera portátil de estas de llevar la tortilla y la sandía a la playa. Se presenta al paciente y le extrae una muestra de sangre, a continuación le pregunta: - ¿Usted, cuánta familia tiene? Pues ale, todos los familiares al camión, el transfundidor y su neverita se van a un pequeño hospital a unos diez km donde hay un laboratorio.
Allí cruzarán la sangre de cada familiar con la del paciente, y al orgulloso afortunado compatible le extraerán ni más ni menos que un litro.  
Un par de horas después vuelve la camioneta, descarga a toda la gran familia y con su bolsa de sangre bajo el brazo va a la habitación del paciente, donde se le realiza la transfusión, así, calentita y sin tratar.
En ese momento pienso, “he matado al paciente”, y cuál es mi sorpresa cuando a la mañana siguiente me lo encuentro sentadito, sonrosado y encantado de la vida. Cuando me dice “Doctora, me encuentro fenomenal”, no puedo más que abrir los ojos como platos y en el fondo, renegar por un momento de la medicina moderna.

Durante todos los días que dura la misión nos encontramos con múltiples historias de este cariz. Pacientes paseando por los pasillos con la sábana del hospital a modo de turbante, familiares secando carne de camello en una acacia a la puerta del hospital y un largo etcétera que hacen de la experiencia algo instructivo a la par que divertido. Probablemente si los Monty Python pasaran unos días por aquí, tendrían material para una película.

Carne de camello secándose

Como parte negativa, estamos obligados a permanecer en la casa todo el tiempo que no estamos trabajando. No se nos permite hacer turismo, tenemos que estar constantemente vigilados por la escolta, debido a un momento de delicada inestabilidad en las relaciones entre España  y el Sahara.

Puesta de sol

Pinchitos de camello a la luz de las estrellas

Aún así, entre que trabajamos bastante y el grupo es más que divertido, los días pasan volando y sin darnos cuenta hemos finiquitado todo el programa quirúrgico.
Ahora nos toca rehacer todas las cajas, precintar, inventariar, dejarlo todo preparado y guardarlo para el año que viene. Justo cuando terminamos nosotros empieza a trabajar una comisión de oftalmología y lo querrán todo a su manera.
Y cuando ya está todo casi desmontado, vienen los oftalmólogos y nos piden por favor que les durmamos a una paciente. Aun no ha llegado la anestesióloga que va con ellos y ha habido una chica que se ha llevado una pedrada en una manifestación en uno de los campos de refugiados. Habrá que revisar el ojo y necesita una anestesia general. Todos estamos por lo mismo y la cirugía finalmente se realiza sin incidencias.

Y con esto sí que sí cerramos nuestro trabajo en Bol.la. Habrá una parte del grupo que aún permanecerán unos días y hará un viaje al sur, a los territorios liberados, donde pasarán consulta. Seremos cuatro los que marchemos a casa en avanzadilla.
Ultima cena, después abrazos, despedidas y un pequeño momento contemplativo para decir adiós al mágico y especial cielo del desierto. Más que adiós, que sea un hasta pronto.